lunes, 5 de octubre de 2015

Los paseos con Lorca en la Unidad de Cuidados Intensivos. (Vivir, segunda parte)




Ian Gibson y Carole, como siempre tan cariñosos, el día antes de mi operación de aneurisma cerebral,  me regalaron el primer ejemplar de Poeta en Granada. Paseos con Federico García Lorca, que acababa de editar Ediciones B. Este maravilloso libro nos conduce, a través de nueve paseos -que hacen las veces de capítulos-, por los pueblos, rincones, casas, parajes y lugares de una Granada que Federico amó o deploró, habitó o deshabitó, aprendió u olvidó; en definitiva, vivió. Pero también este libro nos muestra sus últimos pasos, detenido y vilipendiado, hasta que lo asesinan. Los paseos son en una Granada que es, a la vez, madre y madrastra, pues de la misma forma que posee dos ríos muestra también dos caras: gente honesta y honrada, por un lado; y ambiciosos y miserables, por el otro. Las dos Granadas las conoció y padeció el genial poeta, músico, dramaturgo y humano Federico.  

La noche anterior a la operación dormí hasta las 6 de la mañana ya que puse el despertador para ver amanecer, por si era el último. Esperé en la terraza, mientras desayunaba, que el cielo fuera fulminando las estrellas a la par que la fábrica de cemento se iluminaba con los primeros rayos, entonces me acosté  con el propósito de dormir hasta la hora más cercana a la operación, que estaba fijada a medio día,  pero ¿quien puede dormir cuando tienes un futuro inmediato tan incierto? Para paliar la indolencia del transcurso del tiempo escuché la radio, leí, volví a escuchar la radio y volví a leer, nuevamente, pero me sobraban horas y, entonces, cerré los ojos simplemente y me dejé llevar por el trasiego dentro de mi casa, el de los vecinos, los coches y motos que pasaban, el ruido de las olas, los trotes de los caballos que trasladan turistas, el graznido de las gaviotas, el aleteo de las palomas en mi ventana... pero las horas eran interminables y, sobre las 11, me levanté de la cama, abatida, con deseos de huir de esa situación tan desesperada en la que me encontraba aunque no sabía cómo. Puse a Mahler a todo volumen mientras preparaba, como si llevara mucha prisa, las cosas que me llevaría al hospital. No me apetecía hablar ni que me hablaran, mientras, mi hermana Ana, con su dulzura infinita, aguantaba todas mis tropelías y mis silencios.  En el coche, camino al hospital Xanit, de Benalmádena, mi cuñado Juan y mi hermana Dolores, con sus cuidados desmedidos, me daban ánimos o hablaban de cosas intrascendentes que yo oía pero no prestaba atención porque no me interesaba más que mirar a lo lejos, muy a lo lejos, porque todo me parecía raro: la familia, el día, el bolso con la ropa, el sol, el mar... Nada era normal. Como en mi familia somos un poco como la de los gitanos, cuando uno tiene un problema todos acuden, en la puerta del hospital esperaban los familiares restantes: mi hermano Adrián y mis sobrinas Rosa María y Elena. Sólo faltaban Blanca y Javier  pero me constaba que desde Fuerteventura, también estaban conmigo. 
Esperamos en la entrada, a la sombra de unos árboles, el tiempo que faltaba para ingresar. Todos callábamos, porque ¿de qué se puede hablar en esos momentos? A veces, para romper el silencio, comentábamos algo del libro de Ian Gibson que yo llevaba en las manos y  ya, a punto de entrar, se presentó mi amiga Adriana, también con otro libro en las manos, y fue su abrazo el que me fortaleció como sólo puede fortalecer una amistad del alma. Mis queridos amigos Alfonso, César, Mar y su hija Cristina también acudieron.








Cuando avanzaba por los pasillos en dirección al quirófano, tumbada ya en la cama y con la bata indecente que se usa en todos los hospitales, sentí un frío como jamás he notado. El celador me consoló con palabras muy dulces, que ahora no consigo recordar, pero que me abrigaron el alma de la misma forma que la manta que me echó sobre los pies. Recuerdo que el médico neuroradiólogo, Doctor Romance García, me explicó en qué consistiría la operación endovascular y me informó de las distintas posibilidades.  Lo normal -me dijo-  es que todo salga bien, pero puede no ocurrir, puedes morir o puede que se produzca un derrame no letal y entonces puedes quedar con una profunda incapacidad porque el aneurisma está en una parte muy complicada. Esas fueron sus palabras. Las recordaré siempre. Sus palabras, sus gestos y su mirada denotaban tanta profesionalidad y humanidad que me infundieron la tranquilidad de que quedaba en unas manos inmejorables. Como así fue. El anestesista me aconsejó que pensara en algo agradable porque me iba a dormir ya. Yo no sabía qué era agradable para pensar en ese momento y sólo me acordé de rezar. Comencé a rezar el Padrenuestro, pero sólo me acordaba del principio porque hacía siglos que no lo rezaba. Cuando desperté, tras una operación de cuatros horas, oí que el médico les decía a mis hermanas que todo había salido bien y que me dejarían en la UCI 30 o 40 horas porque podía haber algún riesgo de derrame. El hilo tan débil entre la vida o la muerte se había tensado y el destino había decidido que debía vivir y yo fui consciente, en esos momentos, que quería vivir más que nunca y entonces lloré por la emoción de sentirme tan viva, una enfermera preocupada  me preguntó si necesitaba algo y le dije que quería el libro que había dejado en la habitación. Una vez despierta no quería dormirme, quería  sentir todo lo que me pasara, si es que llegaba a pasar algo. 
 El libro que me bajó era el que el día antes me había regalado Gibson. Casi no podía sostenerlo y alguien me acercó una mesa que hacía las veces de atril. Abrí el libro y comencé a leer con avidez pues si era capaz de leer es que me encontraba bien y mi cuerpo iba respondiendo adecuadamente.

La UCI es, para los que no estamos familiarizados, un lugar con muchas telas verdes y muebles metálicos, donde se concentran enfermos graves o muy graves, separados por mamparas y rodeados de miles de cables para controlar las constantes vitales: frecuencia cardiaca, respiratoria, presión arterial, etc Es, también, un lugar de mucho ajetreo con luces que se encienden y se apagan, puertas que se abren de golpe, personal sanitario que acude presuroso a un enfermo, llamadas telefónicas urgentes que reclaman la presencia inmediata de un médico, pasos ligeros hacía un destino, uniformes y material desechables que se tiran en unos compartimentos especiales, personas que acuden con bastante frecuencia a comprobar los tubos y cables que nos rodean, palabras incomprensibles que salen de algún cuerpo que despierta de la anestesia... En mi sala había dos compartimentos cerrados; uno, para infecciosos; y otro, porque la gravedad era tal que necesitaban tener al enfermo aislado para impedir cualquier infección. En este lugar había un chico joven que había sufrido un grave accidente de tráfico y que llevaba mucho tiempo en la UCI. Delirando comenzó a dar voces diciendo que se quería ir a su casa que ya estaba muy harto y empezó  a quitarse él mismo los tubos y cables que llevaba enganchados.  Fue el momento más tenso de la noche. También se vivió su momento de humor porque  una señora, cada vez que una determinada máquina pitaba ella lo confundía con el sonido de un teléfono y gritaba ¡coged ya ese teléfono! conminando a  la enfermera para que lo descolgara. 

Mientras leía  Poeta en Granada me abstraía de aquella reunión de dramas personales cuyas vidas podían romperse en un instante y de los pasos rápidos del personal sanitario tan diligente y eficaz, cuyos nombres ignoro pero que merecerían ser el nombre de muchas calles, o al menos, ser destinatarios de sueldos decentes y del respeto de todas las instituciones políticas. Cosa, que desde luego, no ocurre. 

Justo cuando estaba terminando el último capítulo o  paseo: Ruta de la pasión y muerte de Federico García Lorca, me vino a recoger un celador para subirme a planta. Yo, empezaba a vivir y, Federico, nuestro venerado Federico,  era tiroteado por la espalda  y enterrado en un lugar granadino llamado Fuente Grande.