lunes, 7 de septiembre de 2015

Vivir




Coincidió que la noche antes de que me comunicaran mi lamentable estado de salud había visto la película Vivir del director japonés Akira Kurosawa. El protagonista es un oficinista gris, aburrido, ineficaz, egoísta y sin ilusión; esa forma de ser y de estar en la vida estaba propiciada, seguramente, por el trabajo absurdo e insensible a que se dedica. Su función consistía en reenviar los problemas de la gente a otras instancias  para que, éstas, a su vez, hicieran lo mismo y así crear una burocracia sin sentido ni humanidad. Un día acude al médico porque padece ciertos problemas estomacales y es cuando le informan que tiene cáncer de estómago y que su vida va a durar sólo unos meses. Abrumado y desolado sale a la calle  y anda desorientado con la cabeza agachada. No sabe qué hacer ni a quién decírselo. Está solo pues es viudo desde hace muchos años y su único hijo siempre anda preocupado por el dinero y otros asuntos y no desea ser para él una carga, además, jamás se ha preocupado de tener amigos ni le han interesado las relaciones personales con los funcionarios y empleados con los que, día a día, trabaja. Pero ahora, a punto de morir, es consciente de su soledad y se pregunta insistentemente lo que se puede hacer cuando sabes que te quedan pocos meses de vida.  Le ronda la idea del suicidio, pero él es un cobarde y lo descarta rápido, aunque siente no tener valor para hacerlo. Morirse es difícil - piensa- y, para paliar su decaimiento, decide  visitar los bares puesto que ¿qué se puede hacer cuando queda poco tiempo? ¿beber y olvidar para dejar transcurrir el tiempo hasta que la muerte lo lleve? ¿encerrarse en casa y dormir? ¿despedirse de los conocidos? No sabe qué hacer pero desea conocer el mundo nocturno del ocio y del entretenimiento y, así, visita el primer bar que encuentra. En el bar conoce a un escritor de novelas baratas y le cuenta lo que le ocurre y él se siente aliviado cuando le oye decir que será su Mefístoles y que le acompañará por los bajos fondos  en busca de mujeres y de vino. Bebe y gasta dinero, pero eso no le satisface; su alma sigue vacía y él lo que quiere es sentirse pleno, es decir, vivo. Quiere vivir aunque se esté muriendo porque en esos últimos días lo único que le interesa es encontrar un sentido a la vida. Vuelve a su trabajo y es entonces cuando lee con atención las reclamaciones y peticiones  de la gente que, hasta entonces, constaban invisibles entre los papeles y ya no las remite a otros departamentos sino que pone todo su tesón en  resolverlas. De esta forma, debido a su insistencia, se soluciona un grave problema de alcantarillado y salubridad que afectaba a bastantes niños de un barrio pobre, obligando también a los gobernantes a hacer un parque para estos niños.  Termina la película casi con el fotograma que arriba inserto. Mientras cae la nieve, se mece en el parque infantil y canta una bella canción que dice: "la vida es corta, enamórate antes de que la vida se desvanezca".




La noche que vi esta maravillosa película acababa de iniciar mis vacaciones y ya tenía preparada mi maleta naranja, -la que me compré para ir a Cuba a principio de año-, para un viaje a Dublín. Después, en octubre, había proyectado ir a Bulgaria. Iba a ser este año, 2015, un año muy afortunado, me decía para mí misma muchas veces,  porque haría algo que tanto me gusta: viajar.

Desde hacía algún tiempo no me encontraba bien pero siempre lo achacaba a algo externo, como el frío en invierno o el calor en verano o el estrés o a que fumaba demasiado, etc. Continuaba con mi trabajo y mis aficiones (leer, escribir, hacer deporte...). Es decir, pretendía hacer una vida normal aunque el cansancio era insoportable, a veces. El día antes de salir para Dublín me dieron los resultados de las pruebas. Tenía y, aún tengo, un aneurisma sacular  en la cabeza por lo que debía ser operada lo antes posible y, mientras tanto, me recomendaron no tomar ningún avión, guardar reposo y hacer una vida muy relajada, así como no fumar.  Ello significaba no poder hacer nada de lo que era mi vida, es decir, no podía hacer deporte, no podía conducir y no podía viajar en avión, así que cancelé los viajes a Dublín y a Bulgaria. 

No le había comentado a nadie las pruebas médicas que me iban haciendo, de modo que, ni mi familia ni mis amigos sabían nada. Sólo conocían que, de inmediato, me iba a Irlanda. A la primera persona que llamé para decírselo fue a una amiga que estaba viviendo algo parecido puesto que, también ella, unos días antes, había tenido que cancelar el viaje a Dublín, viaje al que íbamos a ir juntas, porque a su novio le habían detectado un cáncer. Ambas nos reímos y lloramos de la maldita coincidencia. 

Cuando te encuentras tan débil sientes reparos, al menos a mi me ocurre,  de hacérselo saber a la familia porque quieres protegerlos y aislarlos de todo dolor, por eso me costó tanto comunicárselo, aunque debía hacerlo y lo hice de inmediato. Mi vida estaba cambiando y no quería que las suyas cambiaran y me irrité y les exigí que todo siguiera igual. Debo agradecerles su infinita paciencia conmigo y su verdadero amor, porque es así.

El mes de agosto, ya se sabe, es un mes vacacional y lo que iba a ser una operación casi inmediata no lo ha sido por ese motivo. No me quejo porque en casos más graves que el mío en la Seguridad Social tardan siglos, si es que llegan a ser atendidos. 
Agosto, cuando no lo disfrutas, puede ser un mes larguísimo. Los primeros días, ahora lo veo, estuve desubicada. No sabía qué hacer. No me apetecía nada ni tampoco ver a nadie. No soportaba el ordenador ni las conversaciones telefónicas y leer o escribir eran un sobreesfuerzo insoportables. Sólo quería dormir y cuando me acostaba o cuando salía de paseo, ante el más leve mareo, pensaba si era ese el momento en que la sangre se desbordaba por el cerebro y sería el momento final.

Me fui al pueblo con la familia y allí, en apariencia era yo, pero interiormente siempre me estaba haciendo la misma pregunta ¿Qué debo hacer? Si al menos fuera religiosa podría haber acudido al consuelo del rezo, pero hace tiempo que dejé de creer, sin embargo, poco a poco comprendí que debía dejar pasar el tiempo de la forma más apacible posible y como tengo la suerte de tener en la familia un bebé y unos niños de muy corta edad maravillosos, me dediqué a jugar con ellos y fueron ellos los que me infundieron en mi alma la paz y el sosiego que me faltaba. Después, me trasladé a Granada, mi tierra, y allí los paseos, el teatro, los museos me inculcaron mucho más ánimo.
Ahora, en Málaga, estoy esperando que me operen y no tengo miedo aunque sigue sin apetecerme estar delante del ordenador o escribir o leer un libro. Sólo me agrada mirar a la gente, ver museos, escuchar conversaciones y ver mucho cine, pero en casa porque limito el volumen a mi comodidad. 
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Hoy está lloviendo y desde mi terraza veo la lluvia caer suavemente en el mar y en las macetas y me acuerdo de esa bella canción popular japonesa: "la vida es corta, enamórate antes de que la vida se desvanezca".