miércoles, 9 de abril de 2014

El secreto del náufrago, de José Luis Muñoz





Yo tenía, entonces, sobre unos once o doce años y creo que no me importaba casi nada o, tal vez, me importaba todo. No sé.  Sí recuerdo que sentía grandes deseos de salir, divertirme y estar con amigos, pero no podía porque mis padres vivían a unos cuantos kilómetros del pueblo en una casa de campo, aislada. Desde ella, situada en la cima de un cerro, se divisaba el pueblo a lo lejos y yo, mientras les ayudaba en sus tareas agrícolas, lo avistaba con sus casas encaladas extendidas sobre una ladera e imaginaba a mis amigos divirtiéndose en la plaza o en cualquier otro lugar.
Cada dos o tres días me acercaba al pueblo por las mañanas o a primera hora de la tarde y sacaba de la Biblioteca el libro que me parecía. Eran los de aventuras los que más me gustaban en esa época. Los empezaba a leer justo cuando terminaba el último barrio y  comenzaba el camino solitario que me llevaba a casa. Leía y andaba sin mirar  el camino seco y polvoriento que me sabía de memoria; a veces, en los meses de verano, me paraba a descansar en la sombra de los pocos árboles que bordeaban esa senda. Eran unos álamos muy altos o, al menos, yo los veía así. Después, cuando llegaba a mi casa,  permanecía leyendo en la puerta, sentada en una silla de anea o en un trozo de tronco de almendro o de olivo. Esos sitios eran los mismos donde me colocaba para mirar, aburrida, cuando no tenía nada que leer, a la gente que pasaba por el camino cercano o para contemplar el pueblo donde me suponía a los otros niños pasándoselo bien. Pero cuando había comenzado un libro ya no levantaba la vista para ver quién volvía o iba a sus bancales ni tampoco me importaba lo que pudiera ocurrir en la plaza o en otro lugar del pueblo. Estaba ya inmersa en  más acontecimientos que nadie y no echaba de menos nada. Sólo me interesaba saber qué era lo próximo que iba a ocurrir y las páginas de los libros que leía, me lo mostraban. Cuando llegaba la  noche, para que mis padres no me regañaran, metía una linterna en la cama y,  tapada la cabeza, continuaba leyendo hasta bien tarde, aunque seguro que no más de las diez  ya que no había televisión y nos acostábamos poco después de oscurecer.
Han pasado muchos años desde entonces, sin embargo, hace poco adquirí uno de los libros de José Luis Muñoz, El secreto del náufrago, publicado en 2013 por Ediciones del Serbal, y he vuelto a vivir en primera persona la aventura. Comencé a leer el libro una mañana lluviosa de un sábado y no sé si ese día siguió lloviendo o no. Cuando lo acabé, ya de noche, salí a la terraza y allí, justo enfrente, estaba el mar. Era, para mí,  el mismo mar en el que el debilitado náufrago había navegado sin destino y, unas veces, yo era el altivo y obsesionado Colón paseando por la isla Porto Santo y, entonces, conjeturaba nuevos mundos donde hallaría tanto oro que hasta se podrían cubrir los tejados de las casas con él, y miraba el cielo estrellado y veía en él un mapa, tal como lo veía el mismo Colón; en otras, era el pequeño Diego Colón y admiraba y seguía  los pasos del progenitor. No pocas veces sentí empatía con ciertos comportamientos que suponían la vuelta al animal que todos llevamos dentro cuando se presentan situaciones límite. Y me preguntaba cómo actuaría yo en esas circunstancias y me respondía que, quizás, de la forma más primaria e instintiva.
Queda dicho que han pasado muchos años desde que ese tipo  de libros de aventuras me envolvían y me salvaguardaban del mundo real, ahora, después de tanto tiempo tampoco sé muy bien si no me importa nada o si me importa todo, aunque sigo opinando, también ahora, cuando no tengo un libro entre mis manos, que la vida la viven otros y no yo.

Rosa Burgos.