martes, 30 de septiembre de 2014

Ian Gibson y la memoria histórica



Si el premio Cervantes, instituido en 1976, tiene por objeto reconocer la obra global de un autor en lengua castellana cuya contribución a la cultura hispánica haya sido decisiva, entre los premiados debe estar un autor: Ian Gibson.
Gibson ha dedicado toda su vida, al igual que otros muchos, a la cultura hispánica. En Dublín se licenció en Literatura Española, después impartió clases en Belfast y Londres, y es allí donde comienza su tesis sobre Rubén Darío, siendo publicada parte de esa investigación por la prestigiosa Revista Hispanoamericana de Nueva York. A partir de los años cincuenta viaja esporádicamente a este país, hasta que, en 1975, se traslada aquí definitivamente. Para entonces ya había publicado, en París, una obra prohibida en España: La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca. Sus numerosos estudios sobre Lorca y su época son los que, justamente, en mi particular opinión, le hacen ser merecedor de tal significación.
García Lorca ha sido, y sigue siendo, su gran pasión aunque, desde luego, no es la única. Basta echar una mirada a su bibliografía, destacándose de modo especial, la novela La berlina de Prim, con la que ganó el premio Fernando Lara.
Lorca es su pasión pero, también, su preocupación. La fascinación por Lorca le ha arrastrado a otras investigaciones, así, ha publicado libros sobre José Antonio, Queipo de Llano, Antonio Machado, Dalí, Calvo Sotelo, Juan Ramón Jiménez, Miguel Hernández, Buñuel… etc., lo extraño es que no se haya interesado nunca por Alberti. Él sabrá el porqué. Y es que, como Gibson sostiene, todo lo que hay alrededor de Lorca es oceánico y hay trabajo para los biógrafos durante siglos.
Al leer a Gibson nos lo podemos imaginar, inmerso en su proceso de creación, viajando de aquí para allá, entrevistando y grabando en un magnetofón las declaraciones, abstraído delante de un archivo público o privado, nervioso por lo que ciertos documentos -a veces ilegibles y guardados desde hace años- le puedan aportar, o nos lo suponemos tomando notas de ciertos detalles, visitando hemerotecas y rebuscando qué noticia sería interesante o esconde el terrible drama. Después, podemos visionarlo en la soledad de su casa, comentándole a Carole, su mujer, los avances del día y, esparcidos los documentos sobre la mesa, escudriñando una a una las fotocopias de los legajos o las palabras o silencios de las entrevistas y entrelazando datos para llegar a ciertas conclusiones, pues sólo a través del análisis pormenorizado puede llegarse a descubrir lo que realmente ocurrió. En alguna entrevista él afirma que la investigación sobre García Lorca le cambió su vida, pero lo que podemos certificar es que, leyendo sus libros, también nos la cambió a nosotros, sus lectores.
Sin embargo, Lorca no es sólo su pasión, es también su dolor, y se trasluce, sobre todo, en la búsqueda de los restos de Federico en la que, por cierto, ni los responsables de la Junta de Andalucía, ni la Asociación para la Memoria Histórica de Granada le han consultado antes de abrir las fosas. ¿Cómo puede ser eso posible, cuando Gibson es el principal investigador de Lorca?
Gibson, con un pesimismo realista, ya ha manifestado que no cree que encuentren los restos de García Lorca porque si se encuentran la atención del mundo se centraría en la guerra civil, tema aún no resuelto. En Andalucía, en el caso de Lorca, han hecho justo lo contrario de lo que debieron hacer: instruirse desde el primer momento con los investigadores y no prohibirles estar presentes en las excavaciones. Para los que no entiendan que se deba luchar por la recuperación de la Memoria Histórica basta una frase de él: no es acrecentar el odio sino apaciguar el dolor.
Se le ha achacado a Gibson por ciertas personas, en concreto por Rafael de Mendizábal, que ha vivido toda su vida de Lorca. Conviene indicar que Mendizábal fue el fundador de la Audiencia Nacional, órgano judicial sucesor del temido Tribunal de Orden Público, creado en pleno franquismo. Pero si Gibson ha vivido toda su vida de Lorca, lo cual no es verdad, como hemos tenido ocasión de ver, Mendizábal sí lo ha hecho de su profesión, la judicatura, siendo tan digna la profesión de juez como la de escritor.
Quizás Ian sea un poco también como Federico, que todos lo admiraban pero, en el fondo, era un ser un marginado o puede que, como decía Unamuno, España sea simplemente una madrastra. De cualquier modo, Gibson tiene otra cualidad: ve gaviotas en los cielos de Madrid aunque muchos ignoren que lejos del mar también viven.

Rosa Burgos.


martes, 13 de mayo de 2014

El alcalde eurodiputado





En la década de los 70, a la edad de veinte años, trabajaba en una pequeña taberna familiar en un pueblo, el suyo, de poco más de 5.000 habitantes. Los domingos, engalanado con el traje sastre entallado y corbata, recogía a su novia de larga melena y, después de misa, daban largos paseos por las calles; entonces, los ancianos que se pasaban la tarde sentados en los bancos a la sombra de los árboles, cuando los veían pasar comentaban entre sí: “ése llegará lejos”.
En los años 80 era ya el alcalde de ese pequeño pueblo, elegido democráticamente por sus convecinos en plena Transición. En los primeros tiempos de su mandato escuchaba y cumplía los informes y asesoramientos de especialistas antes de adoptar decisiones transcendentes, después, argumentando que le respaldaba una amplia mayoría, los obvió –o forzó a que coincidieran con sus planes– y, así, el alcalde inició su particular forma de entender el socialismo, sobre todo cuando aplicaba programas de empleo agrario y de planeamiento urbanístico.
Para los 90 había sido reelegido varias veces, aunque ya sin mayoría absoluta y, con el fin de mantenerse en el poder, pactaba, unas veces, con IU y, otras, con el PP; según. De este modo acabó siendo experto de los entresijos de la política, erudito de las formas y modos de captar votos, hábil para pactar en las antesalas de la alcaldía, aprendió también, a ser docto de casi todos los temas, afable con sus semejantes y complaciente con los que ejercían un poder, del tipo que fuera. Sin embargo, a consecuencia de un procedimiento judicial por concesiones indebidas de licencias para construir, fue obligado a dimitir del cargo, con la advertencia de desacato si persistía en el mismo. Dejó por ese motivo, temporalmente, aparcada la política y abandonó el pueblo.
En el actual siglo, sin que nadie lo hubiera visto jamás en ninguna universidad ni examinarse de asignatura alguna, fue contratado, al poseer la titulación universitaria exigida, por una empresa pública de la Comunidad Autónoma. (En el pueblo se comentaba que no llegó a acabar el bachiller y que, por tanto, sólo poseía el certificado de estudios primarios). La empresa pública para la que fue empleado se dedicaba al Medio Ambiente y su cometido consistía en realizar tareas comerciales en todo el ámbito territorial de la Comunidad, especialmente ante las Corporaciones Locales, entidades que tanto conocía. Para realizar su función le asignaron un coche oficial, además, cobraría, aparte de una buena retribución, un porcentaje por cada contrato que se firmara. El que en una época fuera un simple alcalde de una pequeña localidad rápidamente progresa tanto  económica como  socialmente, pues los amigos se contaban  por miles y las noticias que le llegan son muy bondadosas porque el Tribunal Supremo le absolvió de los delitos urbanísticos a los que había sido condenado tanto en primera como en segunda instancia.
Hoy, domingo, acaba de llegar con un Audi A8, a la terraza de un bar del mismo pueblo del que fue alcalde; su aspecto físico, como es lógico, ha cambiado, ya no viste de traje y corbata, ahora luce cierto estilo casual, exento de formalidad, apto para acudir a una reunión o para salir a tomar una copa con cualquier amigo de los muchos que posee. Ha saludado a todo el mundo y se le ha preguntado, aunque era evidente, que cómo le iba. Algunos le han sacado la conversación de su vuelta a la política, donde va de candidato a las elecciones europeas, él les ha respondido que el gusanillo de la cosa pública lo ha llevado siempre dentro; además, afirma, aún hay bastantes cosas por hacer. Cuando va a despedirse confiesa: “De lo que más orgulloso me siento es de mi época de alcalde porque yo le he quitado el hambre a la gente a manotazos”.



miércoles, 9 de abril de 2014

El secreto del náufrago, de José Luis Muñoz





Yo tenía, entonces, sobre unos once o doce años y creo que no me importaba casi nada o, tal vez, me importaba todo. No sé.  Sí recuerdo que sentía grandes deseos de salir, divertirme y estar con amigos, pero no podía porque mis padres vivían a unos cuantos kilómetros del pueblo en una casa de campo, aislada. Desde ella, situada en la cima de un cerro, se divisaba el pueblo a lo lejos y yo, mientras les ayudaba en sus tareas agrícolas, lo avistaba con sus casas encaladas extendidas sobre una ladera e imaginaba a mis amigos divirtiéndose en la plaza o en cualquier otro lugar.
Cada dos o tres días me acercaba al pueblo por las mañanas o a primera hora de la tarde y sacaba de la Biblioteca el libro que me parecía. Eran los de aventuras los que más me gustaban en esa época. Los empezaba a leer justo cuando terminaba el último barrio y  comenzaba el camino solitario que me llevaba a casa. Leía y andaba sin mirar  el camino seco y polvoriento que me sabía de memoria; a veces, en los meses de verano, me paraba a descansar en la sombra de los pocos árboles que bordeaban esa senda. Eran unos álamos muy altos o, al menos, yo los veía así. Después, cuando llegaba a mi casa,  permanecía leyendo en la puerta, sentada en una silla de anea o en un trozo de tronco de almendro o de olivo. Esos sitios eran los mismos donde me colocaba para mirar, aburrida, cuando no tenía nada que leer, a la gente que pasaba por el camino cercano o para contemplar el pueblo donde me suponía a los otros niños pasándoselo bien. Pero cuando había comenzado un libro ya no levantaba la vista para ver quién volvía o iba a sus bancales ni tampoco me importaba lo que pudiera ocurrir en la plaza o en otro lugar del pueblo. Estaba ya inmersa en  más acontecimientos que nadie y no echaba de menos nada. Sólo me interesaba saber qué era lo próximo que iba a ocurrir y las páginas de los libros que leía, me lo mostraban. Cuando llegaba la  noche, para que mis padres no me regañaran, metía una linterna en la cama y,  tapada la cabeza, continuaba leyendo hasta bien tarde, aunque seguro que no más de las diez  ya que no había televisión y nos acostábamos poco después de oscurecer.
Han pasado muchos años desde entonces, sin embargo, hace poco adquirí uno de los libros de José Luis Muñoz, El secreto del náufrago, publicado en 2013 por Ediciones del Serbal, y he vuelto a vivir en primera persona la aventura. Comencé a leer el libro una mañana lluviosa de un sábado y no sé si ese día siguió lloviendo o no. Cuando lo acabé, ya de noche, salí a la terraza y allí, justo enfrente, estaba el mar. Era, para mí,  el mismo mar en el que el debilitado náufrago había navegado sin destino y, unas veces, yo era el altivo y obsesionado Colón paseando por la isla Porto Santo y, entonces, conjeturaba nuevos mundos donde hallaría tanto oro que hasta se podrían cubrir los tejados de las casas con él, y miraba el cielo estrellado y veía en él un mapa, tal como lo veía el mismo Colón; en otras, era el pequeño Diego Colón y admiraba y seguía  los pasos del progenitor. No pocas veces sentí empatía con ciertos comportamientos que suponían la vuelta al animal que todos llevamos dentro cuando se presentan situaciones límite. Y me preguntaba cómo actuaría yo en esas circunstancias y me respondía que, quizás, de la forma más primaria e instintiva.
Queda dicho que han pasado muchos años desde que ese tipo  de libros de aventuras me envolvían y me salvaguardaban del mundo real, ahora, después de tanto tiempo tampoco sé muy bien si no me importa nada o si me importa todo, aunque sigo opinando, también ahora, cuando no tengo un libro entre mis manos, que la vida la viven otros y no yo.

Rosa Burgos.