Un juez, aunque sea
obvio decirlo, es una persona que, como tal, nace, crece y muere igual que
cualquiera otra. Sus inquietudes, ilusiones, ambiciones o sueños son, como
queda dicho, similares a los que podría tener cualquier persona; sus
desengaños, decepciones o fracasos, igual. Su quehacer diario (impartir
justicia) es primordial, aunque no menos que curar a un enfermo o enseñar e
instruir a un niño o a un joven y, de la misma forma que un médico, por
ejemplo, necesita estudiar los avances de la medicina, los jueces
precisan informarse de las novedades legislativas y jurisprudenciales, muy
abundantes y contradictorias, para poder ejercer correctamente su función, lo
que implica una dedicación adicional.
Los jueces de los juzgados
normales de cualquier localidad están todas las mañanas en su juzgado
celebrando pruebas o juicios, dictando sentencias o autos, tomando
declaraciones, atendiendo a la gente que pide hablar con ellos e intercambiando
impresiones con sus colegas o con el fiscal, secretario o funcionarios de
su sede judicial. Muchas veces se les ve salir o entrar con abultadas maletas
de ruedas donde llevan expedientes que necesitan estudiar o resolver
tranquilamente en sus casas porque no les ha dado tiempo de hacerlo por las
mañanas y es que, como es notorio, los juzgados de este país están casi todos
colapsados. Cuando van a redactar o a dictar una sentencia en su casa o en el
despacho de su juzgado están solos aunque les rodee la gente porque, ante la
controversia de las partes vertida en papel escrito apilado en tomos, sólo
están ellos frente a la ley. Al menos así lo exige nuestra Constitución.
Pero no todo lo que dice la Constitución es verdad, ni todo lo que hacen
algunos jueces es como dice la Constitución.
La justicia –postula la
Constitución– emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y
magistrados, integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles,
responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.
Desde luego que la
justicia no emana del pueblo en sentido literal, puesto que los ciudadanos sólo
pueden participar en ella a través del jurado, el cual está
previsto para casos penales muy específicos. Únicamente en su contexto
genérico se puede sostener que sea así, pues la soberanía nacional reside en el
pueblo español del que emanan los poderes del Estado. Es, por tanto, una mera
declaración programática.
Sin embargo, la justicia
siempre, sin excepción, se administra en nombre del rey, incluso aunque se juzgue,
como parece que puede ocurrir, a algún miembro de su familia. Lo que no
sucederá nunca es que los jueces llamen a declarar o juzguen al monarca
en su propio nombre porque el rey es inviolable y no será nunca responsable.
Por él responderá el presidente del Gobierno o el ministro correspondiente,
pero sólo políticamente, pues la responsabilidad civil y penal no se le
podrá exigir. Hasta tal punto es así que si Diego Torres, el exsocio de Iñaki
Urdangarín, aportara nuevos correos electrónicos al caso Palma Arena donde se
demuestre la implicación directa del rey en esa causa penal, el monarca no será
nunca juzgado, pero quizás, por ética, no seguiría reinando, aunque no hay ni
un solo precepto que se lo impida.
La justicia se administra
por jueces y magistrados, pero la función jurisdiccional (juzgar y hacer
ejecutar lo juzgado) la ostentan los juzgados y tribunales que integran en su
totalidad el poder judicial; es decir, que el tercer poder del Estado no es
exclusivo de ellos, pues un juzgado o un tribunal está formado por un juez o
magistrado, el secretario judicial y el personal auxiliar. Como hay dudas sobre
si el poder judicial está conformado sólo por jueces y magistrados o por más
componentes, algunos jueces arrogándoselo en exclusividad, han llegado a
afirmar que son el poder judicial parodiando, así, al Rey Sol cuando dijo
aquello de que el Estado soy yo. Esa conclusión es tan absurda como
si los diputados afirmaran, por ejemplo, que son el poder legislativo
cuando, lo cierto es que, ese poder lo ostenta las Cortes Generales, pero no un
diputado o un senador en concreto, o que un ministro dijera que él es el poder
ejecutivo cuando quien lo forma es el Gobierno. La afirmación se ha hecho,
sobre todo, al reclamarse aumentos salariales alegando que son un poder
del Estado y, como tal, deben de cobrar por ello. Pero si son un poder del
Estado tampoco podrían ir a la huelga y, sin embargo, han ejercido este derecho
en varias ocasiones igual que cualquier funcionario público, pero con importantes
diferencias: jamás se les ha descontado por ello ni se les ha impuesto unos
servicios mínimos.
Dada la importante labor
que realizan (administrar justicia) se les obliga a que sean, ante todo y sobre
todo, independientes. La independencia supone resolver los asuntos con
imparcialidad y, al mismo tiempo, impide cualquier intromisión o
injerencia externa del tipo que sea. Esa independencia, en su doble vertiente,
se requiere individualmente a cada juez y, colectivamente, a todo el poder
judicial. La independencia es, o debe ser, su nota característica. El sector
conservador de la carrera judicial se agrupa en la Asociación Profesional de la
Magistratura (APM), la cual reclama con ahínco independencia para la
carrera judicial, pues bien, la APM tiene firmado un acuerdo nada menos que con
una de las empresas más estafadoras de este país, especializada además, en
contratar a delincuentes de cuello blanco: Telefónica. Telefónica les financia
encuentros interterritoriales de jueces, el último en Córdoba, celebrado en
septiembre del año pasado, al que asistieron varios vocales del CGPJ,
magistrados de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, bastantes jueces
y, por supuesto, el propio presidente de la APM. ¿Qué ocurre con la ingente
cantidad de procedimientos incoados en todos los juzgados de España, por
estafas, reclamaciones, etc.? ¿Son independientes estos jueces para
juzgar esos asuntos cuando con una mano escriben la sentencia y con la otra
gozan de viajes, comidas y estancias pagadas? Y es que la imparcialidad no sólo
hay que sentirla, es necesario, también, manifestarla y no sólo en las
resoluciones para que no dé lugar a ningún atisbo de sospecha como
ocurrió en cierta comida de despedida de un magistrado que acababa de ser
nombrado vocal del Consejo General del Poder Judicial, en cuya mesa
presidencial, se sentó a su derecha, por razones de protocolo, el presidente
del Tribunal Superior y, a su izquierda, un directivo de un importante banco.
¿Qué agradecimiento se expresaba si no era miembro de la carrera judicial
ni de su familia?
Es el CGPJ el órgano que
garantiza la independencia de los jueces al otorgarles amparo a los que se
sientan inquietados o perturbados en el ejercicio de su función y
ostentar competencias en lo que afecte a su estatuto personal como
selección, nombramiento, destinos, ascensos, permisos, incompatibilidades,
sanciones, inspecciones, etc. El actual ministro de justicia, Ruiz Gallardón,
dando muestras de su furia legislativa, pretende arrebatarle competencias,
cambiar el sistema de nombramiento de los vocales y obligar a la mayor
parte de ellos a simultanear la judicatura con la vocalía. Al quitarle
competencias al Consejo, justamente hace lo contrario de lo que debe hacer,
pues si el Consejo es el órgano del poder judicial, todas las materias
relacionadas directa o indirectamente con él debería adjudicárselas, incluida
la gestión de los medios personales y materiales, para garantizar así una plena
independencia y evitar reiteraciones burocráticas y presupuestarias. Es más: el
ministerio de justicia debería desaparecer como tal y quedar reducido a una
simple secretaría de estado, precedentes los ha habido en nuestro país.
Sigue diciendo la
Constitución que los jueces pueden incurrir en responsabilidad. Sin embargo,
con frecuencia se observan múltiples situaciones que han debido ser objeto, al
menos, de sanción disciplinaria, como por ejemplo desatención o retraso
reiterado e injustificado de la función judicial (muchos con anuencia de los
servicios de inspección), ausencia injustificada del lugar de trabajo, abusar
de la condición de juez para obtener trato favorable e injustificado, faltas de
respeto (son muy escasas o nulas respecto de sus superiores, pero frecuentes
respecto de sus compañeros y muy frecuentes con secretarios, fiscales, abogados
y funcionarios de los juzgados), ejercer actividades compatibles con su
profesión, pero sin autorización (un alto porcentaje ha impartido o imparte
clases a opositores que se preparan para ser jueces, fiscales o secretarios,
usando las mismas instalaciones judiciales y cobrando una cantidad que jamás
declaran, pues es dinero B), etc. ¿Cuál es la razón de que no se les denuncie
ni demande? La explicación es que quien juzga la causa civil o penal contra un
juez es compañero y quien conoce del expediente disciplinario, también. Así
viene establecido: las sanciones por faltas muy graves y graves las impone la
comisión disciplinaria del CGPJ que está formada mayoritariamente por miembros
de la carrera judicial, y las leves las salas de gobierno
correspondientes, también compuestas por miembros de la carrera judicial
y por un secretario judicial que actúa con voz pero sin voto.
Para acabar, unas palabras
de Emilio Zola: “En cuanto a las personas a quienes
acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento
particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como
espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un
medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia”.