martes, 10 de diciembre de 2013

La ansiada amnistia



Sólo hace unos días. En el edificio judicial donde trabajo, coincidí en el ascensor, como muchas veces ha ocurrido, con un guardia civil, aunque esta vez ocurrió un detalle digno de resaltar: al tiempo que pretendía entrar en el ascensor, la puerta comenzó a cerrarse recibiendo un pequeño golpe en el hombro; entonces,  con furia y sin volverse  para ver qué había pasado, le echó mano a la pistola que pendía de su cinturón. Cuando se dio cuenta de su acto reflejo ni siquiera se excusó ni tampoco dijo alguna palabra que suavizara la situación. Ambos subimos juntos en el ascensor, callados.
Era un guardia civil que, por su edad, seguramente había estado ejerciendo en plena juventud durante la Transición. Su acto reflejo era, pues, consuetudinario. Me lo imaginé, durante todo el tiempo que el ascensor nos trasladaba, resguardando el orden público en las manifestaciones y participando en los interrogatorios de alguna Comandancia y, una vez realizada su misión, su retorno, con el deber cumplido y la conciencia tranquila, a su trabajo rutinario en algún Puesto de la Guardia Civil del extrarradio, sin recapacitar lo más mínimo que en la realización de esas tareas pudo haber cometido varios delitos puesto que una de las consignas que tenían era la de no pensar más allá de las órdenes que recibían. Él y otros muchos como él, con facultades, o no, de mando, aún permanecen en activo y con los delitos perpetrados amnistiados.
Cuando se debatió en el Congreso de los Diputados la Ley de Amnistía de 1977 el debate no dejó de ser una mera pantomima, pues los acuerdos para su aprobación ya estaban adoptados. El 14 de octubre de ese año, en poco más de dos horas, se deliberó una ley de tanta transcendencia. No hubo enmiendas ni a la totalidad ni al articulado y el debate consistió simplemente en la explicación de voto. Y no hubo debate ni enmiendas porque, sencillamente, no se respetaron las normas para su tramitación.
Para la tramitación de cualquier proposición de ley regía, en aquel momento, el Reglamento de las Cortes de 1971, el cual no se aplicó porque se dictaron normas específicas para la tramitación de la proposición de ley de amnistía, que, como se acaba de indicar, no se cumplieron. El día 11 de octubre de 1977 el Boletín de las Cortes otorga plazo –siete días, ya que la tramitación era urgente–  para presentar enmiendas a la totalidad o al articulado. Se dispuso que, una vez transcurrido ese plazo, la presidencia convocaría al pleno a partir del segundo día hábil a fin de aprobar o no el texto y sus enmiendas, en su caso. Por tanto,  el pleno no se convocaría hasta finales del mes de octubre. Sin embargo, el pleno del Congreso, al tiempo que debatía el Reglamento provisional de la Cámara, acordó, el día 13, antes de proceder a levantar la sesión –la larga sesión del día–, el sometimiento a los diputados de una propuesta que había sido adoptada por unanimidad en la Junta de Portavoces. Esa propuesta consistía en alterar el orden del día fijado en su momento y que preveía como punto tercero la constitución definitiva de la Cámara, pasando por delante el punto cuarto, que era la proposición de ley de amnistía en trámite de urgencia. La explicación: razones urgentes de política. No hubo más explicación ni tampoco la exigió ningún diputado ni se manifestó objeción alguna, seguramente para dar por acabada de inmediato la larga sesión. Pero  en esa sesión del día 14 tampoco se dio opción alguna a presentar enmiendas y a los diputados que pretendieron presentarlas no se les permitió aduciendo que así se había acordado por la Junta de Portavoces, cuando en realidad no era eso exactamente lo convenido. Se obvió, por tanto, un trámite esencial y el texto fue aprobado casi por unanimidad, como es notorio.

Esas prisas por aprobar la ley tal y como figuraba en la proposición las justificaron algunos diputados con la esperanza de futuras modificaciones. Sirva de ejemplo las siguientes palabras del diputado Fuejo Lago: “…como demócratas no somos dogmáticos, pero sí somos realistas. Hoy por hoy, en esta coyuntura política nos parece lo mejor posible. Mañana, en el esplendoroso mañana a que aspiramos los socialistas, la modificaremos, la cambiaremos o lo que sea necesario, para evitar hacer perennes las situaciones de injusticia que hoy se nos imponen, pero que con toda sinceridad nos parecen ahora imposibles de evitar”. La propia UCD invoca la ley de amnistía como de tránsito porque estima que es imprescindible  una inmediata reconciliación y, una vez terminado el proceso democrático, se concluiría su elaboración. Pero nunca más, en los años siguientes, por parte de los socialistas ni centristas se volvió a retomar el tema. No era necesario: la ley ya estaba publicada.
Rosa Burgos

miércoles, 26 de junio de 2013

Digno detenido




He tenido posibilidad de leer a Apollinaire,
A Borges, a Lorca, a Bauledelaire.
Pero nunca he leído un poema.
He tenido oportunidad de estudiar en Yale,
 Cambridge, Oxford o Harvard,
pero nunca me interesó la universidad.
He tenido ocasión  de ser director
de orquesta, pintor de las sombras,
fotógrafo de la noche, escritor de palabras …,
pero nunca me interesaron las artes.
He tenido -por supuesto-  la opción de ser
un simple profesor, un médico general,
un escueto abogado o un anónimo arquitecto.
Pero nunca me interesó la vida ordinaria.
En estos momentos
desciendo
muy
erguido
la cuesta
que me lleva al juzgado.

(Los de la nobleza fingimos siempre dignidad).
Rosa Burgos

x

martes, 14 de mayo de 2013

¿Cómo será tu retrato, Gallardón?



Del patio interior del ministerio de justicia parten unas amplias escaleras de mármol que conducen a la primera planta, la noble. Un largo pasillo alfombrado e iluminado con lámparas de cristal de murano conduce a los despachos de los asesores, jefe de gabinete y, finalmente, del ministro. En ese largo pasillo cuelgan los retratos de los muchos colegas que le han precedido. La mayoría han querido mostrar, y lo hacen, un aspecto respetable pero, a veces,  bien escondidas entre mostachos o largas barbas, o  envueltas en lujosos trajes, no  pueden disimular la bondad o vileza que sus imágenes reflejan, aunque para calificar acertadamente su actuación habría que  remontarse a los hechos, es decir, a las leyes que publicaron durante sus mandatos.  ¿Cómo será tu retrato,  Gallardón?
Serás el ministro que, por fin, vayas a concluir un largo periodo de presiones por parte del presidente del Gobierno para adjudicar el Registro Civil a los registradores, pero eso sí, atendiendo sólo a intereses económicos y prescindiendo de los principios básicos. En el año 2002, cuando Rajoy era ministro de la presidencia, dio orden a Acebes, entonces ministro de justicia, para esa concesión. No se hizo entonces porque la gran mayoría de los informes emitidos fueron negativos, y se hace ahora porque has obviado los antes emitidos y también los actuales. En el anteproyecto de reforma integral de los registros jurídicos que has elaborado, equiparas a las personas y a los bienes, pues pretendes meter en el mismo marco el Registro Civil, el de la Propiedad, el Mercantil, el de Bienes Muebles, el de Contratos y Seguros de Cobertura de Fallecimiento, el de Fundaciones de ámbito estatal y el de Actos de Última Voluntad. Es decir, a las inscripciones sobre hechos  y actos jurídicos que afecten al estado civil de los españoles (y, en algunos supuestos, a los extranjeros)  se enlazarán todos los actos evaluables económicamente. Como, al parecer, has olvidado totalmente la filosofía del Renacimiento, permíteme que te sugiera que bajes a la magnífica biblioteca que hay en el ministerio o, al menos, baja a la realidad de la sociedad y, de paso, baja a la administración de justicia, ya que, a veces, algo se aprende.
Todos los registros públicos dependientes del ministerio de justicia tienen unos principios semejantes, salvo uno que es particular del Registro Civil: el de oficialidad. Ese principio implica obligatoriedad en las inscripciones y se manifiesta en la legitimación para promoverlas, en el deber de colaborar y auxiliar que tienen todos los funcionarios y autoridades para ese fin, en el deber del encargado de practicarlas tan pronto tenga los títulos suficientes, y en la publicidad restrictiva de ciertas materias para proteger la intimidad personal y familiar que consagra la Constitución. No rige, por ejemplo, en el Registro de la Propiedad porque su base la constituye los bienes, y como tales, sujetos al tráfico y al comercio, mientras que en el Registro Civil el punto de partida es la persona que, por propia esencia, está fuera del círculo mercantilista y comercial.  Y todo eso es así porque los derechos que existen y constan en el Registro Civil  son indisponibles. El propio Código Civil, en el artículo 1814, dice que el estado civil de las personas está fuera del comercio de los hombres. Hasta tal punto prima el interés general, que el órgano por antonomasia encargado de velar por él, el ministerio fiscal, está presente e interviene en los procedimientos que se tramitan.
Desde luego que entre los inconvenientes  para adjudicarlo a los registradores no está sólo en la esencia sino en un matiz muy importante: el económico. Hasta ahora era absolutamente gratuito  y lo era precisamente para facilitar el acceso al registro de datos referentes a la persona; a partir de esa ley será oneroso y ello conllevará que muchos acontecimientos personales no se aportarán; además, el ministerio fiscal no intervendrá en esos procedimientos.
La función de calificar que realizan los  encargados del Registro Civil  supone, en esencia, vetar el acceso de los actos inexistentes, inválidos o ineficaces. Dada su especial trascendencia exige que sea realizada por personas en quienes converjan elevada competencia técnico-jurídica e independencia más experiencia en su tramitación, dada la importante materia de que se trata y los efectos perjudiciales que puede producir su mala gestión. Hasta ahora han sido los jueces los encargados de realizar esa función, pero como la función de calificar nada tiene que ver con la de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, que es a lo que los jueces deben ceñirse, se pensó en otros profesionales. La ley de 2011, de Zapatero, lo adjudicaba a los funcionarios del grupo A1 y, por tanto, podía ser un notario, un registrador, un secretario de ayuntamiento, un funcionario del antiguo TAC (del cuerpo superior de Administradores Civiles del Estado),etc. Hemos visto que el anteproyecto de Gallardón quiere que sea para los registradores. Pues bien, a todos ellos se les presupone  alta preparación jurídica, pero carecen de experiencia. Sólo hay un cuerpo que reúnen todas esas características: el de secretarios judiciales aunque, tienen el inconveniente de pertenecer a la administración de justicia  y lo que se quiere, al parecer, es excluirlo de ese ámbito. Y una ventaja: seguiría siendo gratuito aunque eso en los tiempos que estamos puede ser transitorio, pues la justicia también lo era hasta que se exigieron las tasas.
Siguiendo la teoría del caos legislativo que impera en este país desde hace más de una década, con ese anteproyecto de unificación de los registros se ha llegado al máximo porque con él se quiere derogar una ley del Registro Civil de 2011 publicada  en el BOE, pero  con una vacatio legis de tres años y que, por tanto,  aún no han entrado en vigor. Se alega para ello, literalmente, que ha puesto de manifiesto carencias e insuficiencias que aconsejan su revisión: ¿cómo es posible llegar a esa conclusión si aún no se ha aplicado?
Puesto a innovar el Registro Civil  podías, Gallardón, haber introducido algunas modificaciones en otro, en el  Registro Civil especial para la casa real e, incluso, podías haberlo suprimido, ya que va en contra del artículo 14 de la Constitución. Este registro fue creado en 1873, se deroga en 1931 y se restaura  el mismo día, mes y año que murió Franco. Por cierto, el día que la hija del rey, Cristina, comparezca para declarar ante el juez de Instrucción se  harán constar sus datos personales, como a todo imputado, pero llamará la atención, entre otras cosas, su número del DNI; es el 14 aunque le hubiera correspondido el 13, pues su padre tiene el 10, su madre el 11, y Elena el 12.
Al final, cuando acabe tu mandato o ya no deposite en ti Rajoy su confianza, sólo dejarás en el ministerio, colgado, tu retrato. Eso y una retahíla de leyes, decretos y órdenes ministeriales  que harán prueba de haber sido uno de los más injustos ministros de justicia de la historia.
Rosa Burgos


martes, 12 de febrero de 2013

Ciertos jueces


Un juez, aunque sea obvio decirlo, es una persona que, como tal, nace, crece y muere igual que cualquiera otra. Sus inquietudes, ilusiones, ambiciones o sueños son, como queda dicho, similares a los que podría tener cualquier persona; sus desengaños, decepciones o fracasos, igual. Su quehacer diario (impartir justicia) es primordial, aunque no menos que curar a un enfermo o enseñar e instruir a un niño o a un joven y, de la misma forma que un médico, por ejemplo,  necesita estudiar los avances de la medicina, los jueces precisan informarse de las novedades legislativas y jurisprudenciales, muy abundantes y contradictorias, para poder ejercer correctamente su función, lo que  implica una dedicación adicional.
Los jueces de los juzgados normales de cualquier localidad están todas las mañanas en su juzgado celebrando pruebas o juicios, dictando sentencias o autos, tomando declaraciones, atendiendo a la gente que pide hablar con ellos e intercambiando impresiones con sus colegas o con el fiscal, secretario o  funcionarios de su sede judicial. Muchas veces se les ve salir o entrar con abultadas maletas de ruedas donde llevan expedientes que necesitan estudiar o resolver tranquilamente en sus casas porque no les ha dado tiempo de hacerlo por las mañanas y es que, como es notorio, los juzgados de este país están casi todos colapsados. Cuando van a redactar o a dictar una sentencia en su casa o en el despacho de su juzgado están solos aunque les rodee la gente porque, ante la controversia de las partes vertida en papel escrito apilado en tomos, sólo están ellos frente a la ley. Al menos así lo exige nuestra Constitución. Pero  no todo lo que dice la Constitución es verdad, ni todo lo que hacen algunos jueces es como dice la Constitución.
La justicia –postula la Constitución– emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados, integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.
Desde luego que la justicia no emana del pueblo en sentido literal, puesto que los ciudadanos sólo pueden participar en ella  a través del jurado, el cual está previsto  para casos penales muy específicos. Únicamente en su contexto genérico se puede sostener que sea así, pues la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado. Es, por tanto, una mera declaración programática.
Sin embargo, la justicia siempre, sin excepción, se administra en nombre del rey, incluso aunque se juzgue, como parece que puede ocurrir, a algún miembro de su familia. Lo  que no sucederá nunca es que los jueces llamen a declarar o  juzguen al monarca en su propio nombre porque el rey es inviolable y no será nunca responsable. Por él responderá el presidente del Gobierno o el ministro correspondiente, pero sólo políticamente, pues la responsabilidad civil y penal  no se le podrá exigir. Hasta tal punto es así que si Diego Torres, el exsocio de Iñaki Urdangarín, aportara nuevos correos electrónicos al caso Palma Arena donde se demuestre la implicación directa del rey en esa causa penal, el monarca no será nunca juzgado, pero quizás, por ética, no seguiría reinando, aunque no hay ni un solo precepto que se lo impida.
La justicia se administra por jueces y magistrados, pero la función jurisdiccional (juzgar y hacer ejecutar lo juzgado) la ostentan los juzgados y tribunales que integran en su totalidad el poder judicial; es decir, que el tercer poder del Estado no es exclusivo de ellos, pues un juzgado o un tribunal está formado por un juez o magistrado, el secretario judicial y el personal auxiliar. Como hay dudas sobre si el poder judicial está conformado sólo por jueces y magistrados o por más componentes, algunos jueces arrogándoselo en exclusividad, han llegado a afirmar que son el poder judicial  parodiando, así, al Rey Sol cuando dijo aquello de que el Estado  soy yo.  Esa conclusión es tan absurda como si los diputados afirmaran, por ejemplo, que  son el poder legislativo cuando, lo cierto es que, ese poder lo ostenta las Cortes Generales, pero no un diputado o un senador en concreto, o que un ministro dijera que él es el poder ejecutivo cuando quien lo forma es el Gobierno. La afirmación se ha hecho, sobre todo, al reclamarse aumentos salariales alegando  que son un poder del Estado y, como tal, deben de cobrar por ello. Pero si son un poder del Estado tampoco podrían ir a la huelga y, sin embargo, han ejercido este derecho en varias ocasiones igual que cualquier funcionario público, pero con importantes diferencias: jamás se les ha descontado por ello ni se les ha impuesto unos servicios mínimos.
Dada la importante labor que realizan (administrar justicia) se les obliga a que sean, ante todo y sobre todo, independientes. La independencia supone resolver los asuntos con imparcialidad y, al mismo tiempo,  impide cualquier intromisión  o injerencia externa del tipo que sea. Esa independencia, en su doble vertiente, se requiere individualmente a cada juez y, colectivamente, a todo el poder judicial. La independencia es, o debe ser, su nota característica. El sector conservador de la carrera judicial se agrupa en la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), la cual reclama con ahínco  independencia para la carrera judicial, pues bien, la APM tiene firmado un acuerdo nada menos que con una de las empresas más estafadoras de este país, especializada además, en contratar a delincuentes de cuello blanco: Telefónica. Telefónica les financia encuentros interterritoriales de jueces, el último en Córdoba, celebrado en septiembre del año pasado, al que asistieron varios vocales del CGPJ, magistrados de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, bastantes jueces y, por supuesto, el propio presidente de la APM. ¿Qué ocurre con la ingente cantidad de procedimientos incoados en todos los juzgados de España, por estafas, reclamaciones, etc.? ¿Son independientes estos jueces para  juzgar esos asuntos cuando con una mano escriben la sentencia y con la otra gozan de viajes, comidas y estancias pagadas? Y es que la imparcialidad no sólo hay que sentirla, es necesario, también, manifestarla y no sólo en las resoluciones para que no dé lugar a ningún atisbo de sospecha como ocurrió  en cierta comida de despedida de un magistrado que acababa de ser nombrado vocal del  Consejo General del Poder Judicial, en cuya mesa presidencial, se sentó a su derecha, por razones de protocolo, el presidente del Tribunal Superior y, a su izquierda, un directivo de un importante banco. ¿Qué agradecimiento se  expresaba si no era miembro de la carrera judicial ni de su familia?
Es el CGPJ el órgano que garantiza la independencia de los jueces al otorgarles amparo a los que se sientan inquietados o perturbados en el ejercicio de su función y ostentar  competencias  en lo que afecte a su estatuto personal como selección, nombramiento, destinos, ascensos, permisos, incompatibilidades, sanciones, inspecciones, etc. El actual ministro de justicia, Ruiz Gallardón, dando muestras de su furia legislativa, pretende arrebatarle competencias, cambiar el sistema de nombramiento de los vocales y obligar a  la mayor parte de ellos a simultanear  la judicatura con la vocalía. Al quitarle competencias al Consejo, justamente hace lo contrario de lo que debe hacer, pues si el Consejo es el órgano del poder judicial, todas las materias relacionadas directa o indirectamente con él debería adjudicárselas, incluida la gestión de los medios personales y materiales, para garantizar así una plena independencia y evitar reiteraciones burocráticas y presupuestarias. Es más: el ministerio de justicia debería desaparecer como tal y quedar reducido a una simple secretaría de estado, precedentes los ha habido en nuestro país.
Sigue diciendo la Constitución que los jueces pueden incurrir en responsabilidad. Sin embargo, con frecuencia se observan múltiples situaciones que han debido ser objeto, al menos, de sanción disciplinaria, como por ejemplo desatención o retraso reiterado e injustificado de la función judicial (muchos con anuencia de los servicios de inspección), ausencia injustificada del lugar de trabajo, abusar de la condición de juez para obtener trato favorable e injustificado, faltas de respeto (son muy escasas o nulas respecto de sus superiores, pero frecuentes respecto de sus compañeros y muy frecuentes con secretarios, fiscales, abogados y funcionarios de los juzgados), ejercer actividades compatibles con su profesión, pero sin autorización (un alto porcentaje ha impartido o imparte clases a opositores que se preparan para ser jueces, fiscales o secretarios, usando las mismas instalaciones judiciales y cobrando una cantidad que jamás declaran, pues es dinero B), etc. ¿Cuál es la razón de que no se les denuncie ni demande? La explicación es que quien juzga la causa civil o penal contra un juez es compañero y quien conoce del expediente disciplinario, también. Así viene establecido: las sanciones por faltas muy graves y graves las impone la comisión disciplinaria del CGPJ que está formada mayoritariamente por miembros de la carrera judicial, y las leves las salas de gobierno correspondientes,  también compuestas por miembros de la carrera judicial y por un secretario judicial que actúa con voz pero sin voto.

Para acabar, unas palabras de Emilio Zola: “En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia”.